Preview: El Viaje de Rubén

La gente escribe La Isla, así con mayúsculas. Los gringos le dicen Pueroricou, arrastrando las erres sin ganas. Yo, por mi parte, la pronuncio en un castellano seco que me delata. Me encanta decir que no viajo como un turista normal, sino como un visitante curioso atraído en este caso por la salsa, un buen amigo y las ganas de conocer la verdad de la isla). Aun así, nada me preparó para lo que iba a pasar en mi primer viaje a Puerto Rico.

La isla es pequeña, prácticamente como si partieras Galicia por la mitad y te quedaras con la porción de abajo, y está habitada por 4 millones de personas. O lo que es lo mismo, coges a todos los gallegos, les sumas 1 millón y medio más y los esparces por el territorio sin que se te caigan al mar. De toda esa gente me tocó dar, sin quererlo ni beberlo, con un espécimen inesperado: el nuevo rico digital. Lo llamo así por no entrar en una descripción larga y meticulosa, cuando se trata simplemente de gringos que han hecho fortuna con la fiebre de las criptomonedas y que encuentran en Puerto Rico el lugar ideal para hacer negocios que solo existen en el ciberespacio (o metaverso, como se le llama ahora). Antes de siquiera  echarle las manos a un plato de arroz con gandules, viví un Puerto Rico que muy pocos conocen. Una faceta de la isla inaccesible a los puertorriqueños, porque creo que solo vi a uno metido en todo ello, pero también al gringo promedio, que no se mueve fuera de la franja de tierra que hay entre la playa y su airbnb. Este grupo parecía estar interesado en un lugar bueno, bonito y barato —porque la Isla es, efectivamente, buena, bonita y barata para ellos— desde el que vivir esa parte de su vida que no sucede en un grupo de Telegram. Una casa real con vistas al mundo virtual desde donde labrar sus fortunas, que no fuera frío ni gris como el norte. Un lugar con encanto que encima sale a cuenta, porque aunque nadie ha colgado un cartel que lo diga: Puerto Rico está en venta.

Parte 1: viaje y primer fin de semana.

Puerto Rico era un lugar que había prometido visitar hacía ya diez años. No podía aplazarlo más. Daba igual que la pandemia siguiera su evolución impredecible o que mi amigo Jorge ya no viviera allí. Por fin había juntado algo de dinero y no quería esperar más: me apetecía muy mucho pisar suelo en el Caribe. No era para menos, desde que vivo en Barcelona he hecho algunos de mis mejores amigos con personas de América Latina, y con todos ellos había hecho la promesa de viajar al otro lado del Atlántico. Elegí Puerto Rico porque a Jorge ya casi nunca le veo y porque por algún lugar tenía que empezar.

Que nadie os engañe, volar a Puerto Rico es fácil (o debe serlo), pero en tiempos de covid es un verdadero dolor de huevos. Antes de cerrar la maleta ya había hablado con aerolíneas, agencias de viaje, embajadas y ministerios, tratando de averiguar si los EE.UU. abrirían a tiempo sus fronteras para dejar entrar a los españoles vacunados o si echaría a perder mi más de 600 euros de billete y mis vacaciones del puente de diciembre por no haber pagado 25 euros extra en seguro de cancelaciones. El estrés fue alto y yo no me llevo bien con la incertidumbre, especialmente si se junta con una terrible semana de trabajo. Para cuando entré en el avión el viernes, 3 de diciembre a las 11 de la mañana, estoy seguro de que mis entradas se habían comido un par de centímetros de pelo.

El viaje empezó fuerte. Aterricé en San Juan al filo de las 0h del sábado, lo que significa que llevaba casi un día completo despierto aunque yo no me había dado cuenta. Una buena hora para irse a buscar la cama. Resulta que viajar por la mañana hacia el oeste es lo mismo que ir sumándole horas al día hasta que llegas a tu destino. Si me hubiera quedado en España a estas horas estaría a punto de levantarme. El calor húmedo y cargado de Isla Verde me golpeó la cara. Noté los efectos de una especie de excitación incómoda; la vigilia me hacía temblar y no sabía si era de frío, de calor, de fiebre o de la confusión.. Me ajusté la bolsa al hombro, me subí la mascarilla y apuré el paso para poder salir. Aunque el aeropuerto Luis Muñoz Marín es medianito yo conseguí perderme por caminos equivocados. Estaba preparado para mostrar mi prueba de vacunación. Llegué a un pasillo sin salida pero pude cortar a través de una cinta hacia la puerta de salida. En poco tiempo estaba en el exterior, por fin estaba en Puerto Rico.

Primera Noche

Puntual como siempre, Jorge me esperaba a la salida con un coche maltrecho.Al volante estaba Yan, que me saludó con un guiño y una sonrisa que hizo click conmigo.

Antes de llegar a nuestro primer destino, atravesamos la carretera que más veces vería en 18 días: la conexión entre el aeropuerto y San Juan (más concretamente Santurce, como el municipio vasco), una autovía llena de salidas a tiendas de reparaciones, bares de poco lustre, restaurantes de comida rápida y panaderías. A lo lejos y a mano derecha, un montón de bloques de viviendas, cosa que no abunda en PR, urbanizaciones cerca del mar para gente bien o al menos un poquito mejor. Un poco más adelante a la misma mano uno de los caseríos más complicados de la isla: Luis Lloréns Torres. Visto de noche no tenía mala pinta, pero parece ser que en sus edificios de protección oficial se cuecen algunas de las historias marginales más duras del país, o eso dicen... Finalmente llegamos a uno de los primeros espacios genuinamente urbanos de San Juan: la Avenida Ponce de León, con sus museos, instituciones, teatros, escuelas, bares chulos y universidades. Un lugar ciertamente referencia para mi amigo ya que su vida conectada a la escena teatral y artística y buena parte de sus amigos la frecuentaban.

La calle era oscura y el suelo, los árboles, las casas y las expectativas estaban rotas. Había una paz silenciosa cuando Jorge por fin paró el coche. Una fiesta de techno. Había mucha gente fumando en la puerta, y adentro apenas se podía saber qué pasaba, solo se veía una espesa niebla de colores y se sentían los bajos machacones de una caja de ritmos. Yan me ofreció una punta de cocaína. La rechacé pensando en el jet lag y el temblor que me daba la falta de sueño. El sitio se llamaba Pública.

Dentro había una muy buena pinchada que, desde luego, merecía mucha más gente. Mi entrada la pagó alguien pero nunca supe quién fue. Jorge me dijo «acostúmbrate, aquí no tenemos dinero pero la gente te va a invitar a cosas; somos así» y empezó a presentarme a todos sus conocidos. Eran tantas, y tan buena la recepción, que me era imposible saber cuáles eran meros conocidos y cuáles amigos a los que había que tener en cuenta. Puede que fuera el covid que redujo el aforo de la fiesta; aun así había una buena colección de estilos y personajes que nunca había visto en un mismo lugar: actores, bailarines, modernos, queers, un par de emos fuera de contexto, gente con ganas de fiesta, un par de gordas enormes que claramente sabían ser sexy y mis acompañantes dándose puntas de perico. En cierto punto me sentí enfermo, pero eso no me impidió ir a la barra.  Cuando salí Jorge y Yan estaban afuera fumando. Aquí se fuma mucha hierba. Dimos unos bailes más y decidimos poner punto y final a la noche. Para prepararnos para el viaje de vuelta, pues en Puerto Rico cualquier plan que hagas termina en un viaje en coche, meamos en un callejón. Jorge y Yan se fumaron la hierba que quedaba y yo me quejé de que no había cubos de basura para tirar un vaso. No sé si fue su integridad, el fili que se habían echado o la última llavecita de coca que se tomaron en cuanto arrancaron el carro, pero llegamos bien. Esta gente sabe guiar, da igual el estado en el que se encuentre la calle, el automóvil o el individuo. 

Lee más sobre el primer viaje a Puerto Rico del escritor gallego Rubén Moldes en la edición de Fiestas 2022 de Art Papi.

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