Una flor en la cabeza

Ilustración por Lorraine Rodríguez

Mi mamá me puso una flor en la cabeza a los cinco años. Era requisito, parte indispensable del vestuario de puertorriqueña. Las flores siempre al servicio del folclor, del símbolo, de una memoria que, de tanto saltar de cabeza en cabeza, ya nadie logra fijar ni en el tiempo, ni en el espacio. Una memoria en la que nos adornábamos de la tierra porque la sentíamos propia, aunque siempre estuviese ocupada por otros que no eran como nosotros, no hablaban como nosotros, no comían, no bebían, no entendían el mundo como nosotros. Desde pequeños nos enseñaron ese ellos y nosotros. Como una sentencia. Como una verdad irrefutable. Nosotras éramos las niñas que usábamos flores en la cabeza. 

Como a todas las niñas de la escuela, me vistieron de jíbara en la semana de la puertorriqueñidad. Mi abuela me hizo la falda de flores y la camisa blanca de puntilla sencilla y elástico que dejaba libres los hombros. Entonces mi mamá me colocó una colección de collares de bolitas coloridas, unas pantallas enormes de esas que cierran con un clip y una enorme flor roja en la cabeza similar a las que crecían en el patio de la escuela, y en los patios de las casas de todas las abuelas que conocía. 

Antes, ya me habían vestido de flamboyán —con una inmensa corona de flores anaranjadas en la cabeza— en otro evento similar, así que podría decir que tenía experiencia. Mi mamá me puso pinta labios rojo y subí a la pequeña tarima que habían montado sobre la cancha de baloncesto de la escuela y, junto a todo el salón, bailé la coreografía que consistía principalmente en mover la falda de lado a lado, dar unos cuantos pasos para adelante y para atrás y una que otra vuelta con un parejo —vestido de blanco, con pañuelo y pava— al compás de una canción jíbara. Creo que era un seis chorreao. Luego vendría un grupo a bailar sevillanas, otro a bailar bomba y otro a hacer alguna representación de nuestros ancestros taínos. Cada año nos tocaría representar a un grupo distinto. Eso sí, de jíbaras nos vestiríamos todos los años el 19 de noviembre, fecha en la que es mejor celebrar la puertorriqueñidad que cualquier descubrimiento. Nos vestíamos así para ir a la escuela en ese día porque esa era la vestimenta “oficial”, la más importante, la que contenía en sí misma a todas las demás. El mestizaje como punto de encuentro, como el único espacio amable en el que el caldo de cultivo que somos estaba tan cuajado y tan cocido que ya no había manera de romperlo en pedazos. Lo que olvidan es que los caldos de cultivo no terminan de cuajar nunca. 

Este recuerdo no es especial. Se reproduce en la memoria de generaciones enteras de puertorriqueñas a quienes nos enseñaron desde muy temprano que ser puertorriqueña era eso: el mestizaje. Nos inculcaron hasta el tuétano la idea de que éramos una mezcla incuestionable. Éramos la estampa de la pareja con flor y pava bajo un flamboyán, una imagen estática de un campo idolatrado en la que se suponía que cabíamos todos y todas. Lo que sucede es que nunca ha sido así. Siempre hemos estado hechos de multitudes en movimiento y contradicción, de mucho más que tres razas. Nuestra historia no culmina en esa trinidad sacralizada, aunque para ser justos habría que reconocer que el mito funcionó y caló hondo, y en algún momento sirvió un propósito de refundación nacional. Lo que sucede es que es imposible sostener los fundamentos de un país —mucho menos refundarlo— sin el pilar indispensable de su independencia. 

Ahora los disfraces de jíbaras y jíbaros se consiguen en Kmart.

Para muchos la resistencia a esa especie de mestizaje ideológico con dos banderas y dos himnos, con esa idea tan extraña de pertenecer a pero no ser parte de, fue construir y afirmar una otredad, una amenaza concreta. En mi casa a esos otros le llamaban los federicos. La resistencia se daba en pequeños gestos. Me enseñaron el himno revolucionario antes que La Borinqueña, y me regañaban por decir parking en lugar de estacionamiento, entre otros tropiezos de la lengua que aprendía en la escuela. Misis Martínez y Misis Rodríguez intentaban enseñarnos inglés, y a mí me daba una sensación de culpa increíble tratar de aprenderlo. Nunca le contaría a mi padre de mis victorias en el Spelling Bee porque no hubiese podido soportar la otra sentencia que tenía en su mirada: traidora. 

Hoy día la palabra parking aparece en los diccionarios del español, pero a veces aún me cuesta decirla porque me queda un atisbo de culpa de haber querido aprender la lengua de los otros o en el mejor de los casos, la digo y la subrayo como una íntima transgresión contra el padre, el que me inculcó a rechazar todo lo que viniera en inglés aunque él se jactara de ser el mejor vendedor de todos los Estados Unidos para la compañía en la que trabajaba. También tengo claro el gran absurdo de todo esto, la lógica colonial sobre la cual una experiencia como esta —de rechazar un idioma— está enmarcada y la certeza de que también en las colonias se ha pensado esto con mucho más claridad. Pero tardaría años en conocer la historia de Calibán, tardaría mucho tiempo en entender que no era necesario resistir ningún aprendizaje porque mi identidad estaba clara. El inglés no podía quitarme nada. 

Quizás tuve conciencia de esa verdad antes si quiera de entenderlo y a los quince años con el dinero que ganaba dando tutorías, puse internet en mi casa y empecé a hablar en inglés y español indistintamente con gente de cualquier lugar del mundo. Entonces, esa otredad se volvió más compleja. 

La autora, Ana Teresa Toro.
Ilustración por Lorraine Rodríguez.

Con los años entendí que a esa puertorriqueñidad tan protegida —y es justo decir que con razón—,  hace mucho que no le basta un solo idioma para manifestarse. También entendí que hay otros a quienes el no hablar español les ha provocado las mismas tensiones que a mí me provocó el proceso de resistir el aprendizaje del inglés. Después de todo, hay quien afirma que la gran patria es la lengua y por mucho tiempo lo creí y lo viví así, sobre todo cuando ocurre el encuentro con cualquier latinoamericano. Pero creo —sospecho— que en las colonias donde el asedio es ley, la patria se construye más de memoria que de palabras. Y la verdad, uno tiene derecho a recordar en el idioma que le de gana. 

¿Qué es la patria, si no es un conjunto de memorias compartidas en torno a un lugar, un punto de partida? ¿Qué es la patria, si no es un modo de ser y hacer ante la vida, un filtro, un par de gafas desde las cuales podemos mirar al mundo en la misma sintonía desde cualquier lugar del mundo? ¿Qué es la patria, si no es la certeza de que ese punto de partida está hecho de tierra y también de cuerpos, de gente, de afectos? ¿Qué es la patria si no es ese cuerpo social vivo que invocamos cuando decimos Puerto Rico? Y lo vivo, ya sabemos, tiene que moverse y cambiar. Una patria viva no cabe en una estampa. 

Pero insisten en decirnos que la patria es una cosa estática, la estampa fija —la jíbara con la flor en la cabeza—, un solo lugar, una sola lengua, una cosa que no se parece al país que somos, siempre en movimiento, en vaivén como dice el experto en migración Jorge Duany. 

Es justo entender los porqués. Ha sido durísimo el proceso mucho más que centenario de resistir la imposición de un filtro distinto. Pero entender los porqués de esa resistencia no debiera impedir el que seamos capaces de asumir —y hacerlo con orgullo— el modo en que la puertorriqueñidad ha respondido a nuestra experiencia como nación. Hay países que pueden hablar desde ciertos absolutos. Nosotros no, y es tiempo de que esto deje de ser problemático porque: ¿con qué cara le vamos a decir a los millones de hijos e hijas de nuestra diáspora, que aman a un país cuya tierra a lo mejor nunca han pisado y cuyo idioma probablemente no hablen, que su amor y su apego no tiene sentido? ¿Cómo les vamos a decir que la memoria compartida por sus padres y abuelos no les pertenece? ¿Con qué cara le vamos a decir a los hijos e hijas de los que se tuvieron que ir para que los que nos quedamos tuviéramos un país —porque el proyecto social nunca alcanzó para todos— que su experiencia de vida no vale, no es parte de lo que somos? ¿Con qué cara le decimos a los que se van ahora —porque lo que se vive es prácticamente una política de la expulsión— y se llevan el país en la maleta que han perdido una céntima de su puertorriqueñidad?  Lo que no tiene sentido es rechazar la hermandad que hemos fraguado en la memoria, contra todo pronóstico y ante constante asecho. 

La imagen de la joven Jasmine Camacho-Quinn, con su afro, su flor roja en la cabeza, una medalla de oro olímpica colgando de su cuello y hablando en inglés a lágrima viva al reflexionar acerca de su amor por Puerto Rico, ejemplifica mejor que ninguna otra en este momento, la complejidad y a su vez, la sencillez de lo que es la experiencia puertorriqueña contemporánea en toda su inmensidad. Hija de madre puertorriqueña y padre afroamericano, nos ha recordado con su compromiso como atleta, su decisión valiente de representar a Puerto Rico y con la ternura del gesto, guiño de amor y complicidad al país que vimos en la flor que se colocó en su cabellera, que no podemos —ni sería justo hacerlo— pensar nunca más la puertorriqueñidad como una experiencia desconectada de la diáspora. No podemos seguir atados a una imagen estática que ya no es cónsona con nuestra realidad y eso no tiene que significar que vamos a diluirnos o a desaparecer, o que nuestro folclor deba ser erradicado. Nada de eso. Se trata de celebrar que la puertorriqueñidad —como esa flor— se planta y florece en el terreno amoroso de la memoria compartida. Para Jasmine fue la voz de su madre, la matria primaria del cuerpo y la querencia, como ya han advertido los poetas. Para mí es la certeza de que, en esa flor artificial, comprada en Amazon y llevada en maleta al otro lado del mundo, hay mucha más puertorriqueñidad que en los coquíes verdes hechos en China que se venden en el Viejo San Juan y en la voz de muchísima gente que dice amar a Puerto Rico pero no encuentran cómo amar a los puertorriqueños y puertorriqueñas.  

Después de todo, no se trató nunca de negación, se trató siempre de memoria, pero sobre todo, de amor. 

Ana Teresa Toro

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