El rito en los tiempos del Covid
Cuando era un simple feto flotando y creciendo felizmente en el divino vientre de mi santa madre, ella sabía que iba a ser hembra. Era la década de los 60 y mami vivía en Ponce y todavía no había llegado al archipiélago Borincano la tecnología de los sonogramas. Pero mami, con su sabiduría ancestral, no lo necesitaba para su “gender reveal”. Ella invocó un ritual Igneri que--igual a la tecnología moderna--pronosticaba con exactitud el sexo de sus bebes. Esta ceremonia IndoBoricua pasó de labio a labio, susurro a susurro, madre a madre por miles de generaciones. El rito la conectaba con todos los vientres sagrados de mis abuelas y tatarabuelas de su linaje, mujeres del pueblo originario de Guayanilla, de la tierra de Agüeybaná, mujeres que vivían en el archipiélago antes de la invasión europea del 1493.
El ritual divino se hacía al principio del segundo trimestre del embarazo cuando ya el calostro empezaba a gotear de sus mamas. Mami apretaba sus tetas y dibujaba una pequeña "X" con el líquido pegajoso de color oro en el tronco de un árbol o en un pedacito de madera. Si la marca desaparecía, era una nena. Si se quedaba, un varón.
Mi madre, Lydia Gonzalez Santos Román o Chagarita, como le decía mi abuela, hizo esto con sus cinco embarazos y sólo quedaron dos marcas, las de mis hermanos menores. Cuando yo era chiquita, mami me mostró las manchas que dejaron mis dos hermanos en las paredes de madera en la sala de nuestra casita en El Tuque. Ver los dibujos en la madera cuando niña era pura magia—ahora también entiendo que estas ceremonias también salen de una sabiduría científica Nativa, que es antigua, que no se aprende en las escuelas, que aunque no se respeten en el mundo de los PhD’s, son científicamente indisputables: ellas sabían que el calostro contiene la misma composición química que el líquido amniótico donde viven sus criaturas.
Las ceremonias Indígenas Boricuas no se hacen por gusto y ciertamente, no terminan cuando los bebés nacen, de hecho, son una continuación, un círculo divino. En la visión cosmológica de la naciones Nativas de Boriken, de mi familia--somos sagrados y nuestras vidas son ceremonias. Desde que abrimos los ojos en la mañana hasta que nos acostamos con la puesta del sol, estamos dándole gracias a la vida; mientras preparamos comida, le damos de comer a los hijos, echamos agua a la matitas, hablamos con los pajaritos, árboles, trabajamos en las oficinas, estamos en oración, constante. Cada pensamiento es una oración—cada palabra una bendición. Es una vida llena de gracia cuyo propósito es estar tranquilos, felices, y en paz para hacer lo que tenemos que hacer en esta vida terrenal--amarnos y cuidarnos, crear y colaborar.
Uno de los ritos más hermosos IndoBoricuas se hace minutos después del nacimiento de un bebé: la placenta del recién nacido es sembrada en oración y canto cerca de la casa. Mi abuelo se encargaba del rito de todos sus hijos y nietos. “Eso,” mami me explicaba, “ata espiritualmente a la bebé a su tierra natal, asegurando de que ella nunca se olvide dónde nació. Como los tinglares que nunca se olvidan de las playas donde nacieron y después de viajar el mundo entero regresan a parir en nuestras costas, por miles de años desde los tiempos de los dinosaurios--así somos. Parte de aquí. “Las placentas,” me decía, “se siembran para nutrir la tierra para casarse con ella, ADN con tierra, para entender que somos uno y nuestro deber es cuidar a nuestra madre tierra y todo lo que nos rodea. Esto establece que somos los guardianes de Boriken.”
Mami compartía estos conocimientos y rituales para que algún día yo siguiera la tradición indígena Boricua. Para que yo le contara a mis herederos, y a mi comunidad. Para que no se perdieran. Para que no nos perdiéramos.
Nacer de un vientre Igneri, unos de los pueblos más antiguos del archipiélago Boricua, es ser hija de seres que practicaban rituales milenarios por las riberas del río, el mar Caribeño, las cuevas, las montañas, bajo la luz de la luna llena y alumbradas por estrellas deslumbrantes, mientras sembraban, jugaban, pescaban o amamantaban sus hijos. Estar en ceremonia es parte de mi herencia Boricua. Se esperaba que yo siguiera los ritos espirituales que enraízan, elevan y conectan al pasado, el presente y el futuro. Rituales que me atan a mi tierra amada y mi familia, y mi comunidad, y me recuerdan que soy parte de ella y de nosotros como son los coquís, las guanábanas, las iguacas y las ceibas.
Cuando inmigré a Nueva York en los años 70 los rituales con la tierra fértil y las aguas de mi nación cesaron. Pensé que parte de mi murió. Otras maneras de ser y valores aprendidos en el exterior empezaron a colonizar mi mente. Al salir embarazada quería saber el sexo de los bebés que crecian en mi santo vientre pero no fui a Central Park a tirar dos chorros de mi leche maternal a un arbol. Como toda una jíbara Boricua colonizada y moderna fui al hospital para hacerme sonogramas. Tampoco enterré las placentas de mis dos hijos en el oasis de cemento de Nueva York y cerca del apartamento en Chelsea donde vivía a finales de los años 90. Me hubiesen arrestado y de seguro algún gringo o gringa paranoica hubiese llamado a la policía si me hubiesen visto enterrando placentas a la media noche o sacándome las tetas para manchar a un árbol neoyorquino con una X. Además, esos ritos divinos no merecían hacerlos dentro de la comemierdería del imperio.
Como las manchas que se desvanecen ante la llegada de una nena, los rituales Igneris desaparecieron en el olvido neoyorquino, en el olvido del exilio.
Hoy me doy cuenta que durante ese tiempo perdí algo profundo. Fue como una pausa en la conversación antigua con mis ancestras, bellas ataduras que estoy recuperando y recordando, poco a poco, ritual a ritual. Practicar rituales y estar en ceremonia me conecta a mami, mis abuelas, bisabuelas y todas mis tatarabuelas y abuelos. Me conecta a mí. Esto se siente como un bálsamo de paz y felicidad para mi corazón cansado con el exilio, especialmente durante la pandemia.
Pero ojo, mi sabia madre no crió ninguna pendeja. Aunque hubiese querido practicar todas las ceremonias espirituales que heredé durante mi exilio en Nueva York, entiendo que percibidas a través de la mirada moderna, por una cultura colonizada y sonámbula, y en un país completamente corporativizado, se interpretarían como “una cosa de locas, brujas y salvajes." ¡Uy, deja eso”. Siempre he tenido en cuenta que ahí también quemaron mujeres que tildaban de brujas, como si ser bruja fuese malvado. Eso de los rituales espirituales indígenas que no conforman con los estándares comerciales y populares es “complicated” como un estatus de Facebook.
De hecho, prohibirlos y menospreciarlos fue una herramienta poderosa de la colonización. Es verdad, los rituales son demasiado poderosos. Y somos demasiados poderosos cuando los practicamos. Esto, los colonos lo sabían. Por ejemplo, en 1893, el Congreso de los Estados Unidos prohibió a los Pueblos Originarios que hicieran sus bailes ceremoniales al sol, a los ancestros, y la cosecha; entre muchos más actos espirituales. Los macharranes europeos del Congreso, elegidos por la muchedumbre racista y xenofóbica, consideraban esos bailes y ceremonias subversivas y peligrosas. Bailar bajo una luna llena, por ejemplo, se consideraba un delito federal. Las leyes fueron utilizadas como excusa para masacrar a más de 300 indígenas en Wounded Knee. Dicha ley estuvo en efecto hasta hace poco—en 1978 cuando finalmente el tribunal supremo pasó la ley que permite a los Nativos Americanos y a todos los ciudadanos de esa nación practicar religión libremente a través del Religious Freedom Act. Pero no solo fue en Norte América. En la década de los 20 y 30 en Cuba, los tambores se prohibieron. El dictador Machado consideraba que eran peligrosos. Ese fervor de cortar con rituales culturales no es parte de la historia antigua. Está en todas partes. En el 2007, en la ciudad de Nueva York, unas de las urbes supuestamente más liberales del mundo, casi prohíbe círculos de congas porque los llamados gentrifiers europeos y clasistas en El Barrio les molestaba el toque de conga que se han hecho por decenas de años en el Marcus Garvey Park en Harlem. Una gloriosa rumba para ellos es ruido para sus oídos. Se pasaban llamando a los policías para hostigar y arrestar a los músicos. Para los percusionistas jamaiquinos, cubanos, boricuas, haitianos, de trinidad y otros países, tocar el tambor no era o es simple entretenimiento, era y es un acto sagrado. Estos sonidos no son ruidos, son mensajes que nos transportan y elevan, abren los portales ancestrales y permiten que algo dentro de nosotros también se abra. Si no me crees, intenta quedarte quieto y no mover las caderas cuando escuches una bomba, o una plena. Tienes que estar muerto para no moverte.
Arrebatarle a un pueblo sus costumbres, ceremonias culturales y espirituales, su conocimiento científico que ha alcanzado tras miles de años de observación, es una forma de asesinarlo. Por esta cruel historia la mayoría de las ceremonias espirituales de los pueblos originarios son íntimas y privadas. Tristemente, muchos nos hemos olvidado de ellas, privándonos de su belleza y nutrición. He descubierto que en medio de la pandemia, estos rituales no sólo son curativos, sino necesarios.
Muchos de mis rituales son simples y personales.
Todas las mañanas, por ejemplo, antes de servirme una taza de café, echo el primer poquito en el fregadero y alabo a mis ancestros. Les recuerdo con amor, alegría y luz. En ese pequeño acto, recibo paz, una comunión llena de gracia. Comencé a hacer esto en silencio por mi cuenta como parte de mi meditación matutina. Nadie me lo enseñó, ni lo leí en ningún libro, tampoco lo vi en una serie de Netflix. Lo sentí. Mi madre me vio una de esas mañanas y me contó que mi abuela paterna hacía el mismo ritual todas las mañanas antes de salir el sol. ¡Y con su pitorro también! No recuerdo haber visto a mi abuelita hacer esto en su humilde casita en el Barrio de Santo Domingo en Peñuelas, pero pensé en el poder de la memoria ancestral que está codificada en nuestro ADN. Con práctica persistente y diligente creo que los rituales tienen la capacidad de activar esta memoria para así recordar quiénes somos, recuperarnos y sanarnos.
Servir café colao a mis ancestros no sólo es una manera de meditación, es una oración, y es tambien reconocer que vengo de una larga línea de antepasados, de gente fuerte, inteligente, alegre, creativa, amorosa, astuta, heroica y noble; que sobrevivieron el genocidio y una violencia grotesca por hombres y mujeres ciegos que saquearon nuestras riquezas. Estos pequeños actos me recuerdan que ellos están conmigo, que soy parte de ellos y ellos parte de mí. Y más importante y maravilloso aún--¡que yo soy la ancestra! ¡Que nosotros somos los ancestros!
La verdad es que los rituales son parte de la experiencia humana. Todas las culturas, pueblos, y religiones los tienen. Mientras algunos rituales son privados, otros se comparten en comunidad. El pueblo indígena de Borikén, igual de antiguo, comparte esto con las más antiguas civilizaciones, como los mayas, aztecas, incas y egipcios, sumerios. Todos tenían y tienen sus rituales. Cleopatra era famosa por el suyo: ¡ella se bañaba en una palangana de oro llena de leche de cabra y miel bajo la luz de la luna llena!
Muchos rituales modernos son seculares: graduaciones, proms, aniversarios, cumpleaños, funerales, bautizos, bodas, quinceañeras, juegos de pelota y otros deportes. ¡Hasta los chinchorreos por to’ el archipiélago borincano son parte de ceremonias ancestrales! ¡A que no! Cuando veo a mi gente boricua sembrando, cosechando, celebrando, bailando, alegres, con amigos, en familia, y nuestros bebes nadando en los ríos ricos de nuestra nación, y los nenes jugando en la arena corriendo detrás de jueyes y construyendo castillos de arena donde las tinglares paren, entiendo que lo que veo es algo mucho más espiritual. Creo que se conectan con algo eterno y más grande. La comunión con nuestra tierra, mar, ríos y naturaleza nutre a nivel celular.
Durante la última luna llena me reuní con unas amigas frente al océano Atlántico. Hicimos una fogata, bebimos té de canela, nos pusimos al día con el debido distanciamiento social, bailamos, cantamos canciones a la luna recordando y alabando Las Vidas Negras. Oramos por nosotras, los ancestros, y por el mundo que está patas arriba. Ese encuentro me fortaleció todo el mes.
Los rituales son medicinas que no se compran en la farmacia Walgreens ni en ninguna botánica. Son gratis. Accesibles. Están escritas preciosamente en nuestro ADN. Nos contentan y conectan con el presente y lo eterno. El futuro y el pasado. Antes de la pandemia, estaba demasiado ocupada para vivir al ‘flow’ de las fases de la luna como lo hacían mis abuelas y abuelos. De hecho, ¡apenas miraba el cielo en la noche! Si esta pandemia me ha enseñado algo —y todavía hay lecciones por venir— es que practicar los ritos divinos IndoBoricuas--pequeños y grandes--ha sido terapéutico para mi salud mental.
En los tiempos del Covid-19 y ante tanta incertidumbre, los rituales han cambiado las reglas del juego. Los ritos me mantienen cuerda y eso significa que estoy conectada conmigo misma y con los pajaritos que cantan en mi ventana, el aire que me refresca, los árboles que me acompañan, el sol que me da luz, mi familia, vecinos—con el mundo externo, con mi universo interno. He aprendido que los rituales no tienen que ser complicados ni difíciles, sino coherentes y consistentes y practicados con mucha fe.
Ya sea echándole aceite de romero a mi cuero cabelludo y pelo y haciendo dos trenzas por la noche antes de dormir como me enseñó mi abuelita o guardando el cabello que se queda en el cepillo y luego llevándolo al río una vez al mes, durante la luna nueva y soltandolo como un obsequio al agua cristalina para que el pelo crezca fuerte y largo, para que parte de mi flote con las aguas de mi país. Bebo una taza de té hecho con hierbas medicinales y pétalos de flores antes de acostarme, medito todas las mañanas antes de que mis hijos y mi esposo se levanten y celebro la luna con mis hermanas de vida.
Según los psicólogos, los rituales trascienden el propósito de nuestras acciones; calman la ansiedad, disminuyen el estrés, profundizan nuestra vida y nos recuerdan nuestro valor humano. Pueden aliviar nuestro dolor físico y aumentar nuestro gozo día a día. Cuando le prestamos atención al corazón, cuerpo, y espíritu, nos conectamos con algo masivo, mágico, inmenso, diría yo, con los secretos del cosmos. Entendemos que somos grandes y también chiquitos, que somos un solo ecosistema vivo, con partes individuales que brillan. Igual que las estrellas.
Así era para mami y mis abuelas cuando dibujaban X's con su leche materna y sagrada para conocer más íntimamente los seres que crecían en sus vientres. Ellas sabían el poder de la ceremonia, entendían que eran parte de algo mucho más grande y tenían fe en su sabiduría. Y gracias a ellas en esta vida moderna, lo sé también.
Sandra Guzmán es una galardonada cineasta, editora y escritora Boricua. Su más reciente proyecto es la antología internacional, Hijas de América Latina, publicada por HarperCollins. Este fragmento es parte de sus próximas memorias.
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