Diario Miami

Foto de autor.

Art Papi presenta la primera serie de Diarios. Una mirada íntima desde las ciudades de nuestros colaboradores.

07.31.22

Detesto decirlo, pero el motor que me ha movido de una ciudad a otra guarda alguna historia con un jevo. Digámoslo de una vez para dejar de arrastrar la culpa y la vergüenza: sí, soy una migrante venezolana que escapó del horror del año 2017 montada en un avión en primera clase rumbo a Buenos Aires. Una excepción extraña. Lloré todo el vuelo tomando champán. Es una escena ridícula que me persigue y me saca de la imagen trágica de la diáspora. Si de algo sirve, estaba destrozada por dejar una versión de mí que no voy a recuperar y al primer jevito de la lista larga de duelos y ciudades que aún arrastro. Era el inicio de un proceso que sigue en desarrollo y que me acompañará toda la vida, aunque en ese momento estuviese cubierto por un privilegio que duró poco.

Después de ese avión vinieron otros tantos más. Mientras vivía en Buenos Aires salté par de veces para encontrarme con un músico que giraba por Latinoamérica. Así me escapé a República Dominicana, Puerto Rico, Miami y Santiago de Chile. Cada minuto con él valían las escalas largas y el trajín de los aeropuertos. Fue en esa época cuando empecé a tejer la teoría de los no-lugares: espacios que tienen una relación extraña y hermosa con las geografías y el tiempo, no estás en el destino al que fuiste, pero tampoco estás en el lugar al que vas. El huso horario se hace relativo, para tu círculo inmediato - laboral y afectivo - estás viajando. Y allí entran una serie de permisos maravillosos como: desayunar a las seis de la tarde o cenar café y medialunas porque en algún lado amanece.

Miami era una hoja en blanco. Un lugar nuevo que rápidamente adoptó las formas de un francés que saltó del pajar de Hinge. Guapo, divertido, enamorado de esta ciudad (para mi sorpresa) y con un pequeño bigotito rubio que al principio odiaba, pero que después se convirtió en mi debilidad. No es de Paris, sino del sur, de una ciudad llamada Toulouse. Sus límites coquetean con España y él asegura que es de los mejores sitios para comer en toda Francia. En la primera cita me aclaró que la gente del sur es mucho más amable, a diferencia de los parisinos. Dijo que Paris es otra ciudad sucia que está sobreestimada y con eso se ganó un punto por hacerme reír. Guardaba en sus gestos y hábitos todos los clichés que circulan sobre los franceses: el gusto por el vino, el pan y el queso, habilidades extraordinarias para cocinar y besar y - contrario al mito - aseado.

La tarde cuando lo conocí, apareció con una camiseta del Miami Heat y ahí empezó mi introducción básica a esta nueva ciudad. Se trata de uno de los equipos de básquet más importantes de la NBA. Es el equipo de Shaquille O’Neal y de Devin Booker, el novio de Kendall Jenner. Le dije que el basquet no me interesa en absoluto y antes de que preguntara le aclaré que lo mismo aplicaba para cualquier otro deporte. Él, por el contrario, se interesaba por cualquier cosa que pueda jugarse, incluidos los tableros y el ping pong de mesa. Oh, estábamos destinados a no ser. Aún así, he cumplido la promesa que le hice ese día: mi equipo sigue siendo el Miami Heat y la camiseta la uso de pijama de vez en cuando porque ya aprendí que llevarla a un partido es de mala suerte.

Me pareció extraño que llegara a la primera cita con un regalo para mí. ¿Quién hace eso? De entrada comenzó a romper el patrón de los hombres que se espantan con las demostraciones públicas de afecto y apuntó sin titubear al pánico que me genera que me regalen cosas. Esa tarde nos encontramos en Wynwood en un food truck de comida venezolana. Ahora entiendo que fue un gesto hermoso para conectar conmigo, aunque en ese momento me generaba conflicto caer en el cliché de la latina exótica que come maíz molido y aguacate.

Esa tarde, me convertí en la venezolana que hablaba con pasión desmedida sobre los tequeños cuando me pidió que le recomendara algo del menú. El gesto de llevarme a un sitio en el que me sintiera cómoda, me hizo conectar con él. Terminó pidiendo una de las medicinas del caraqueño promedio para el ratón, para aliviar el malestar del jangueo de la noche anterior: una arepa llanera de carne asada, aguacate, queso blanco a la plancha y guasacaca. De beber le recomendé una malta bien fría y temí matarlo por la pesadez estomacal en la primera cita. No pasó, evidentemente, pero tampoco se comió la arepa completa. Dijo que estaba un poco overcooked y que la carne estaba muy seca. Tiró la mitad de esa maravilla con salsa a la basura sin remordimiento. Quedé perpleja. Vaya, dije, va a tocar enseñarte a comer.

Y en efecto fue así. Las cosas terminaron pero tengo una lista de restaurantes, bares y cafés en todo Miami en donde comer rico y caro. Todo comenzó a desvanecerse el día que se puso un conjunto de colores pasteles con un flamingo que le saltaba del pecho y mientras se comía un sandwich de albóndigas me confesó que le gustaban las armas por la adrenalina que sentía al sostenerlas. Que no tenia nada que ver con la costumbre estadounidense de tener una pistola de uso personal, sino cómo hobby. Ir a un sitio a dispararle a un muñeco de cartón, “just for the adrenaline, you know. Nothing serious.”

Me preguntó si alguna vez había agarrado alguna, le dije que no, pero que sí me habían apuntado varias veces en Caracas. Solo robos, nada grave. Guardó silencio, me tomó de la mano y me miró como si hubiese sobrevivido a alguna guerra terrible. Esa noche me hizo crepes flameadas con ron venezolano para el postre, quizás para endulzar lo que para él era un recuerdo amargo y para mí era algo cotidiano.

Guardo un mapa de una ciudad fantasma con fragmentos de su vida. Downtown está minado de recuerdos con él. Lo extraño, pero me molesta más tener que hacer el ejercicio de resignificar una ciudad a la que acabo de llegar. El duelo opera de forma misteriosa.


Ana Cristina Frías

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La vídeo-entrevista: José Enrique.